Mi hermana no creía en los psicólogos. Nunca lo hizo. Ella estaba al tanto de mi búsqueda de sensaciones. Su marido, un tipo tranquilo de pelo ensortijado con el cual yo no tenía mucha relación. Luego de charlar un rato, Roberto Dylan (así se llamaba él) me invitó a la noche a su departamento, para tener una charla.
6to piso. De fondo se oía un ruido infernal, el cual asocié con música Rock, género que nunca jamás escuché. Pero Roberto (o Bob como le decían sus amigos) se sentía muy a gusto con ese bochinche, que a mis casi 50 años sólo producía dolor de cabeza. Cenamos. "¿Qué se traerá entre manos mi cuñado?".
"Estuve en Amsterdam hace dos semanas" dijo Dylan, para luego contarme anécdotas desopilantes. Cuando quise reaccionar ya me había tragado unos bocados que sacó de una bolsita. "Relajate, confiá en mí y en esos hongos" susurró. Me acosté en el sillón, cerré mis ojos como me recomendó y empezó el viaje:
Luces púrpuras. Chispazos naranjas, amarillos y blancos. Toda una revolución de colores. Me sentí mareado y confundido hasta que un trovador cubano sobre un unicornio azul me recibió y me acompañó por la vereda. "Es ahí en frente" dijo, "cruzando Abbey Road". Caminé y subí a un colectivo que conducía un tal Otto, de piel amarilla. Parada Carlos Gardel, llegamos. Justo delante de la puerta se leía un cartel que daba la bienvenida Welcome to Tijuana. Entré. La primer persona que me saluda fue Paolo, un viejo rockero de la década del 80. "Che, alpargata metálica, mirá a tu alrededor" me recomendó. Yo no entendía nada: en el fondo del salón un desquiciado con la cara pintada de blanco y negro, aplastaba pequeños pollitos con sus botas de cuero negro, mientras que a su lado un drogadicto disléxico le arrancaba la cabeza de un mordisco a un murciélago. ¿Dónde estoy?
Sobre un sillón color rosa, una rubia, tarada pero hermosa, le derretía una vela en el pecho a un hombre mientras le tiraba champagne. Mientras se hacía una transfusión de sangre, el cantante de boca extravagante, tenía relaciones sexuales con dos jóvenes mujeres, junto a un pirata amigo suyo que tomaba Jack Daniels con un violero de galera, armas y rosas.
¿Cómo sé que ése es un cantante o que el otro es disléxico? Es como que alguien lo esté anotando en mi pensamiento y lo pueda saber..
"Exacto, soy El Indio, voy a estar en tu cabeza para que no te pierdas durante la excursión psicodélica, Morrison me recomienda, preguntale si querés" dijo una voz profunda dentro de mi mente. No pregunté más y seguí observando.
En una mesa, un charlatán hablaba de la pobreza en el mundo mientras, irónicamente al mismo tiempo, descargaba su impotente enfado en un ayudante personal que no había podido conseguir agua Evian, un bebé desnutrido para que la prensa los fotografíe y papas fritas de Pumper Nic. “Ustedes dos, cállense!” gritó un fornido motoquero argento, “voy a brindar” avisó. Levantó su botella de litro de cerveza y dijo: “Brindo por que la música tocada por personas triunfe”. Aplausos generales.
Empecé a merodear por el lugar. Eran indescriptible las secuencias que se sucedían ante mí: una vaca con un piercing en una de sus ubres miraba como la Vulgar Exhibición de Poder pagaba 10 dólares la trompada (un pobre chico se llevó 300 y varias heridas en la cara). Dos guitarristas competían por el amor de una mujer, pero con el tiempo se supo que uno de ellos le dedicó una canción utilizando a Brownie, una linda Fender Stratocaster.
Un fanático merodeaba con un 38 en la cintura atento a un grupo de chicos anarquistas que hacían un violento pogo vestidos por un local sex shop. Un hombre/salmón agarró el micrófono y dijo: "Qué linda noche para fumarse un..." cuando fue interrumpido por una artista plástica que agregó "un porrito mezclado con las cenizas de un ídolo grunge". Muecas de desconcierto.
Un sabático guitarrista zurdo con dedos de goma y una iguana con el torso descubierto encontraban y destruían cosas al mismo tiempo. Inentendible, como que dos jóvenes varones con el mismo apellido artístico y campera negra de cuero, no se hayan hablado en 18 años. En contraste, el hombre de jopo que decía ser Rey, bailaba vestido de prisionero junto a otro que aullaba su felicidad al grito de “Me siento bien!”.
Comunicarse con la mayoría de ellos era complicado por la barrera que el idioma había construido, pero en una pieza se escucharon discusiones en castellano, y para allí me dirigí.
El intento fue en vano: el bigote bicolor gigante saltó por la ventana del noveno piso hacia la piscina. Del otro lado, un chico oriundo de Piedrabuena cocinaba un guiso podrido mientras otros, fumando, preparaban pizzas especiales para un tal Ramón que, decían, estaba por llegar. El lugar había sido decorado con banderas rojas y banderas negras, de lienzo blanco, pero las espadas y serpientes me obstruían el paso.
La chica renga en la esquina, sentada, charlaba con el pibe en muletas que nunca falta en un recital, esperando por el trío de pop USAL. Antes que ellos, Fermín escuchaba atónito las melodías que su hijo había creado. A la segunda canción, debió consolar a una muchacha de ojos de papel que lloraba. Vergonzoso.
(Sigue abajo el Vol. II)